Desaforado desencuentro, cuando estoy que
reviento. Sabiendo que eres un pequeño tsunami,
que me enervas sin medida. Cabreando nuestros momentos, rompiendo los
silencios que hay en nuestra habitación.
Es cosa que sale de cualquiera de tus excusa,
porque tú dices que el rencuentro te sabe mejor. Alocado nunca entendí, hasta
aquel momento en el que descubrí, que tú producías los desencuentros, para
cuando te arrimabas follarme mejor.
Locura de pasión desmedida, que bocados me
dabas en las costillas, cuando me gritabas…
― ¡Soy tu
sumisa, tu puta más retorcida, la que deja que la folles sin límite ni
condición! ¡Arráncame las bragas, azótame las nalgas! Y rompe mis entrañas con
todo tu furor.
Era en ese momento, cuando yo sucumbía,
creyendo que era yo tu dueño, amo, o señor. Aunque en el fondo, yo sabía que en
ese momento la línea se rompía, pasando yo de amo a esclavo servidor. Pues tu retorcida lujuria que tanto me enardecía, conseguía lo que tú querías, que era
llevarme al camino del sexo más atronador.
Tú de rodillas en posición de espera,
aguantabas a duras penas, que yo metiera en tu boca, mi falo campeador. Yo
contenido en mi rol, daba vueltas a tu alrededor, hasta que flaqueaba mi imitada
dureza, metiéndote en tu garganta, mi mástil enloquecedor.
Arcadas gratificantes, que tú bendecías,
cuando tu saliva sobre tus senos caía, descolgándose hasta tu ombligo, y
bajando hasta tu protuberante pipa, que sobresalía de la emoción.
Yo alucinaba, cuando mi polla en tus labios
se perdía, y de nuevo aparecía, en acompasados
vaivenes, que dejaban locas mis sienes… entre el frio y el calor.
Tú entrecortabas los movimientos, apretando
mis huevos hasta el punto máximo de dolor. Buscando hacerlo mal, para que yo te
castigara con la orden más descarada… Pensando en el éxtasis del azote y el
sudor.
Tu cuerpo era como plastilina, dejándomelo a
su suerte, para que yo a mi antojo lo moldeara, lo flagelara, lo mojara, lo
desfogara y te sacara lo más atroz.
Atroces palabras, que fuera de nuestra
habitación, parecerían de lo mas asquerosas, guarras o sin pudor, y que a
nosotros nos parecían poemas, piropos, o palabras de amor.
Cuanto destrozo, cuanta rojez, como te
gustaba sentir el cuero con el azote del placer. No parabas hasta que con
firmeza te castigaba, dejándote destrozada, pues de ti ya, ni una gota más de
zumo podía salir.
Bendita locura, la que en mi producías, más
ahora cuando entendía, porque conmigo cada dos por tres discutías… Ahora ya lo
sabía, querías día tras día, exprimirme como a un amarillento limón.
Nadavepo.