Hace frío en la cabaña de invierno. Tanto,
que no concilio el sueño.
Veo que tú si estas dormida plácidamente, por
lo que te arropo echándote otro edredón por encima mientras yo me siento frente
a la chimenea, no hay parte de mi cuerpo que no esté helada. Avivo las brasas y
echo otro tronco al fuego, nada calma ese frío intenso que encarcela mi cuerpo.
El calor que recibo de frente me alivia
sutilmente, pero la espalda sigue helada. No han pasado ni diez minutos, cuando
noto que otra fuente de calor está caldeando mi espalda, es tu cuerpo desnudo
que reboza calor.
Pones tus manos sobre mis oídos y rápidamente
entran en calor, me conoces y sabes que llevo mal el frío. Me levantas del
sillón arrastrándome hacia la alfombra.
Me dices.
―Deja
que te de calor.
Yo asiento con la cabeza, porque sé que eres
lo único que puede calentarme hasta el confort más absoluto.
De pie y cara a cara, coges mi cabeza y la
metes entre tus senos, mi nariz se reconforta, mientras mi otra nariz se
estira, como si fuese la de Pinocho cuando cuenta una mentira.
―Caliéntate
los dedos. Me susurras.
Coges mi mano derecha, la deslizas hacia tu
caldera he introduces mi dedo índice en tu vagina. Un segundo para contemplar
mi cara de placer mientras humedeces con saliva el dedo índice de mi mano
izquierda, lo guías mágicamente hasta tu trasero introduciéndolo en tu ano,
cráter ardiente donde los haya. Aprietas tus nalgas aprisionando mis manos y
dejándome inmóvil, tú frotas tus muslos mientras mis manos empiezan a arder.
Delicadamente encadenado a ti, aprovechas y
diriges tu boca hasta la mía. Tu lengua danza alrededor de mis labios, mientras
tratas de polinizarlos como abeja sedienta de miel, cuando por fin consigues
desflorarme introduces tu lengua arqueándola sobre la mía como dos anacondas en
el preámbulo del apareamiento. Mi lengua arde, el frío está abandonando mi
cuerpo, ya puedo cruzar desnudo la estepa siberiana.
Liberas mis dedos y me das la libertad,
buscas el mejor de los objetivos dejándote hacer. Lascivamente me preguntas.
― ¿Te
queda algún apéndice frío?
―Algo
queda. Te respondo suplicante.
―Pues
ya sabes lo que tienes que hacer. Me replicas.
Levanto uno de tus pies, pasando mi brazo por
tu corva y suavemente apunto mi vaina
hacia tu vulva. Tengo la lanzadera a la entrada de tu vía láctea mientras
algunas gotas de tu maná caen sobre mi falo ardiente. Mis manos sostienen
fuertemente tus caderas, no dudo en
darte una fuerte estocada con mi florete
embadurnado por el lubricante del deseo.
Ahora quedo inmóvil acoplado a ti, muerdo tus
labios y te susurro roncamente.
―Ahora,
no sólo calientas mi apéndice sino que me alimento de tu ardor. Eres
brutalmente erótica, algún día me matarás de placer.
―Muévete.
Dices mientras entrelazas tu lengua con
la mía.
Yo sondeo tu paladar, cada diente es
explorado por mi lengua, trato de alcanzar tu campanilla para enmudecerte en el
preámbulo del orgasmo. Mientras, nos balanceamos como columpios movidos por el
viento de la lujuria.
Bailas como bailarina clásica en un solo pie,
dejándote caer sobre mi cisne de cuello negro una y otra vez. Tu vaivén casi me
hace zozobrar, como bote en pleno oleaje de alta mar. Ya saciada de orgasmos,
notas como mi verga vibra intentando contener el semen en su interior.
Te pones de puntilla y sacas mi falo de tu
aterciopelado aforador, logras pisar suelo con tus dos pies, después de unos
indefinidos minutos haciendo contorsionismo sobre mí Nabucodonosor.
Ralentizas tus movimientos, mientras te dejas
caer de rodillas delante de mi durísimo ensamblador, lo introduces en tu boca
mientras aprietas mis glúteos con tus dos manos. Succionas mi polla sin tocarla
con tus manos, derrites mis entrañas, tu epicentro corta mi mirada observando
cómo te deleitas chupándola como cuando lames tu cucurucho de chocolate.
Arqueada mi espalda, mis glúteos apretados
hasta el paroxismo y tú notando como planta carnívora, como mi leche sube y
baja a lo largo de mi pértiga ya casi quebrada por el gusto. Ya estoy en el
zenit, tú lo notas perfectamente y ayudándote con tus manos, me proporcionas la
mejor corrida que hombre alguno pueda desear.
Es increíble cómo puedes lograr que mis
dientes dejen de castañetear, que mis apéndices entren en puro y nítido calor,
notando como mi cuerpo desnudo pueda
atravesar el fuego sin arder, sintiendo el más dulce de los placeres.
¡Eres el calor de mi cabaña y el sol que
derrite la nieve de alrededor!
Nadavepo.